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Malestares de la vida cotidiana en situaciones de crisis por el coronavirus (X). ¿Jugamos a las casitas?

Este artículo pertenece a la serie “Malestares de la vida cotidiana en situaciones de crisis por el coronavirus” publicadas en el periódico Público. Concretamente, esta entrada corresponde al décimo artículo de la serie: “Malestares de la vida cotidiana en situaciones de crisis por el coronavirus (X). ¿Jugamos a las casitas?”.

Unas mantas, unas sillas, alguna escoba, pinzas… no se necesita más para hacer casitas y crear algo donde antes no existía. Eso es jugar: una experiencia humana compleja, un espacio-tiempo particular donde, por nuestra sola voluntad e imaginación, transformamos la realidad desarmando, construyendo y habitando otros mundos y vínculos, sólo por el placer que genera.

La dureza de estos tiempos de encierro nos devuelve una capacidad expropiada o confinada a lo excepcional: jugar. “Jugamos a las cartas en familia por la noche, como en vacaciones”; “hemos sacado todos los juegos de mesa que teníamos olvidados”; “estoy recuperando el placer de emborronar con ceras, no me acordaba cuánto me gusta”; “ahora tenemos tiempo disponible y no podemos salir fuera de casa para entretenernos”.

Para quienes conviven con menores, jugar es una experiencia cotidiana, sentida de maneras diversas. A veces, pasándolo pipa (“llevo toda la tarde jugando con los críos gozándola”). Otras, desde la obligación, agobiándose por no disponer de tiempo propio para leer, descansar, desconectar (“nos tiene secuestrados: todo el día jugando”). En estos días, también, “compensándoles” el encierro con propuestas lúdicas y/o educativas (“ahora, a ser padre he tenido que sumar ser maestro, monitor y cocinero”). Casi siempre, sintiendo todo a la vez.

El sistema penaliza jugar. Por un lado, niega lo necesario que es (“es cosa de niños“, “no sirve para nada”), “cobra” el tiempo dedicado (“es una pérdida de tiempo”) o lo ningunea (“no es serio”); por otro, ofrece jugar como escape o evasión de la realidad cotidiana y sitúa a las personas como meras consumidoras (apuestas y juegos online, espectáculos deportivos). Afecta también la relación entre adultas y adultos y peques en el mundo del juego. A los adultos primordiales los pone en una tarea “educativa” en cuanto al qué y cómo jugar, expropiando el juego como una experiencia elegida, placentera, “improductiva”. A las y los peques, los coloca como demandantes constantes de atención y entretenimiento, clientes de un mercado que reduce las opciones, cada día más, a la pantalla y la soledad.

Pero entonces ¿qué es jugar?

Jugar es crear otros espacios, otros estados de ánimo, otras formas de ser y vincularnos. No es sólo “entretenernos” en casa. Quizá es tiempo de recuperar la manta, las sillas, la escoba, las pinzas y las ganas de construir casitas. Cuando jugamos, básicamente, nos relacionamos de otra manera con nosotras y nosotros mismos, con el resto de personas, con los espacios y objetos. Jugar siempre es un territorio de posibilidades ilimitadas donde crear, explorar, experimentar.

La primera elección es jugar o no jugar: ¿te permites entrar en ese espacio-tiempo particular, la Realidad Lúdica, que te ofrece el hacer casitas? Recuperar el juego y la actitud lúdica como experiencia de placer y libertad, como forma de afrontar nuestras necesidades de cercanía, de esperanza, de conexión, de manera creativa y colectiva, en estos días. Colectiva porque, incluso en soledad, siempre jugamos en compañía, con diferentes versiones propias y con la memoria, la experiencia y la presencia de otras personas y situaciones. Creativa porque jugar es siempre buscar otras formas y posibilidades para los objetos, personas y respuestas habituales. En ese proceso de atención y compromiso con el jugar, nos transformamos como personas.

La segunda elección es cuándo, a qué y cómo queremos jugar, porque no todos los juegos son iguales, ni generan lo mismo. Se puede, y es importante, elegir cuándo y cómo jugar tanto peques como mayores. Cuándo, porque no siempre es tiempo de jugar o de jugar en compañía. Y cómo, porque podemos jugar con diferentes papeles: como espectadores (“¡mira, mamá!”); como objetos inertes (poner el cuerpo y ser canasta de pelotas de papel, muñeca para peinar); como árbitros o mediadores; siendo una o uno más dentro del juego.

Juguemos a convertir los espacios en otros que nos gustan (una acampada en el salón; un día de playa). Juguemos a ser otras personas u objetos (un pirata, un camión). Juguemos en compañía o en solitario (a adivinar quién me enviará más mensajes hoy, a inventarles vidas y personalidades a mis plantas). Juguemos desde y con nuestros cuerpos (al escondite, a pintarse y dibujarse sobre el cuerpo, a hacer figuras con las manos).

Juguemos para que la actitud lúdica se haga vírica y contagie creatividad, autonomía y esperanza. Aprovechemos este tiempo para recuperar el juego, revalorizando el territorio de “lo inútil” y “lo improductivo”. Juguemos para re-crear y sub-vertir la realidad en que vivimos y las formas de vincularnos hacia maneras más humanas y transformadoras. ¿Jugamos a las casitas?